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TEXTO FUNDACIONAL


Una cancion mientras leen:


EL CIRCULO DE LECTORES DE LA CAJA DE CORN FLAKES*

Éste es el nombre de una secta tan clandestina que ni siquiera sus miembros saben que existe, sino hasta que alguien pronuncia su santo y seña: “0.1% de benzoato de sodio como conservador”, clave que solamente pudo haberse obtenido de la lectura reiterada de la letra más menuda de las etiquetas de los frascos de las salsas que están junto al salero, en la mesa del antecomedor. El ocioso que tiene tal información cumplió de antemano un precepto fundamental: el de no poder no leer, aunque quisiera, cualquier palabra que se le ponga enfrente, como si las letras poseyeran un magnetismo que lo mesmerizara, impidiéndole apartar la vista hasta que no se cumpla su lectura. Es el acto de ir por la vida leyendo miscelánea-RutaUno-Wonderbra.

Para que el magnetismo se ejerza, deben ser mensajes inconexos, cortos, como jaculatorias: “Sabiem. Cupo máximo: 6 personas. 480 kgrs”. El fenómeno comenzó hace cosa de siglo y medio: no importa quien inventó los corn flakes (que fueron J. Jackson y J. H. Kellog), sino quién inventó su caja (que fueron C. W. Post y W. K. Kellog), porque su tamaño, su presencia obligada –por que ni modo que los pasen a una charolita a la hora de servirlos en el desayuno- y el arribo de la publicidad impresa en la sociedad industrial, hacen naturalmente de ella una caja mural, anuncio espectacular a escala que intercepta las miradas de los comensales, que no pueden sortear el obstáculo hasta no haber leído: “Contenido neto: 500 grs.”. Y cuando falta esa caja, la mirada busca con urgencia sustitutos, y se tranquiliza al encontrar “Tabasco Brand”, “Ingredientes: proteínas hidrolizadas de origen vegetal”, e intentan pronunciar “Worcestershire Sauce” y sorprenderse de que la salsa tradicional inglesa contenga tamarindo, fruta tropical, fruto ergo de alguna conquista del país más colonizador del orbe; pero si uno quiere saber qué piensa y siente un inglés, tiene que probarla: los ingleses piensan y sienten a lo que sabe la salsa inglesa; hay quien opina que ésa es su materia gris.

Los “creativos”, según se autodenominan los publicistas a falta de ocurrencias, exclamaron ¡eureka!, y llenaron las cajas de corn flakes, bolsas de papas o envases de leche con anuncios, mensajes, recomendaciones, crucigramas y rifas, pero entre la caja de corn flakes y su círculo de lectores se estableció de inicio una condición del magnetismo, a saber, la de ser atraídos exclusivamente por aquella información que se supone que nadie va a leer, que no debe leerse, lo que se cumple cabalmente. Y así, van leyendo exactamente todo lo que no les incumbe: los volantes de los cursos de computación, los menús de los restaurantes, las iniciales de la hebilla del cinturón de los transeúntes, los avisos de “se renta”... Actualmente descifran las runas de los códigos de barras. La compulsión por la lectura de lo que no hay que leer los hace expertos eruditos de los avisos notariales de los periódicos, los créditos de las películas hasta que diga Dolby-System, los colofones de los libros, las notas de pie de pagina, los números del fondo de las botellas, Ideal Standard al lavarse las manos, Schlage al abrir la puerta, etcétera. La última palabra que leen todas las noches, al apagar la luz, es Quinziño. Los más sistemáticos estudian con cariño la sección amarilla; los más intelectuales pasan veladas deliciosas hurgando el diccionario.
A la larga, la respetable cantidad de lecturas dignas de mejor causa va formando una red de conocimientos que, por lo bajo, realiza conexiones de profunda intrascendencia; un lector de este círculo es el único que estará enterado, por ejemplo, de que Ginkgo Biloba es: a) unos comprimidos para curar la pérdida de memoria, los cuales anunciaron el otro día en el periódico; b) un árbol catalogado como fósil viviente, en el mismo rango que el celacanto (pez de cuando los dinosaurios, que sobrevivió a su extinción), y c) que lo trajo Miguel Ángel de Quevedo a México y esta plantado en un parque de Chimalistac. Lo difícil es que esta erudición le vaya a ser útil en alguna conversación. Para lo que más ha servido es para responder alguna pregunta de la trivia del Maratón, tal como “¿en qué ciudad de Estados Unidos se inventaron los famosos corn flakes?” (R= en el Sanitarium de Battle Creek, Mich., propiedad de los Adventistas del Séptimo Día).

En efecto, este conocimiento no puede ser la columna vertebral de la historia de la sociedad, sino su murmullo chismoso; pero gracias a su cotilleo impreso, el lector llega a concluir en un momento dado que el mundo contemporáneo siempre tiene algo de colorante y saborizante artificial, que la sal de la vida es puro glutamato monosódico y que todos los discursos y rollos que sí hay que leer y atender son sólo el excipiente c. b. p., un sin sentido monumental. De ahí que El Círculo de Lectores de la Caja de Corn Flakes, con el esfuerzo tenaz de miles de lecturas inservibles y el paciente acopio de conocimiento estéril, manifiesta una especie de desdén burlón por la fauna que sólo lee cosas de “contenido”, un descreimiento de raíz por lo que sí hay que leer, ya que es importante estar informado, y un ácido sutil sobre todo aquello que en esta sociedad está escrito con letras de oro.

* Referencia: “El Círculo de Lectores de la Caja de Corn Flakes” en Fernández Ch. P, La velocidad de las bicicletas. (2005). Pp. 25 – 27. México, Vila editores; Pablo Fernández Christlieb (1954), licenciatura (UNAM), maestría (Univ. Keele), doctorado (Univ. Michoacán) y posdoctorado (Univ. Sorbona) en Psicología Social. Ha publicado: “El espíritu de la calle”, “La psicología colectiva un fin de siglo mas tarde”, “La afectividad colectiva” y “La sociedad mental”. Actualmente profesor de la Fac. Psicología, UNAM.